23 de junio de 2007

Breve historia nocturna de ballenas, en cuatro partes (I)

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(Se recomienda reproducir la música antes de leer)

Érase una vez una manada de ballenas. No era muy numerosa, lo suficiente para que hubiera ballenas grandes, pequeñas, jóvenes y viejas. Había también un joven ballenato, aunque en edad de independizarse y formar familia.

La vida transcurría plácida y tranquila, lo cual no es nada sorprendente en criaturas de tan enorme tamaño. Agobiadas por escasos peligros y fuertemente solidarias unas con otras.

¿Qué o quién podría suponer un peligro para ellas, aparte del hombre y sus cosas, claro? Quizá un par de cachalotes huidos, una bandada de enfadadas orcas… Muy improbable.

Pero esto es un cuento y no un documental de Cousteau, luego algo habría de suceder, y así fue.

Cierto día, el grupo percibió una llamada, algo lejana, de una ballena. Esta llamada fue ignorada por casi todos, salvo por nuestro ballenato.

Él había visto a otras ballenas en aguas polares, siguiendo los bancos de plancton y las corrientes cálidas; pero nunca había oído nada parecido.

Era una invitación como jamás le había llegado para integrarse en un grupo. Probablemente para su manada aquello tampoco era conocido; todos tenían un vida estable, y la ignoraron.

La llamada se hacía irresistible. No era cercana, tampoco estaba lejos; apenas unas 500 millas marinas, pero se alejaba de aquellas aguas, lo cual era más intrigante aún, pues no seguía las rutas normales de migración.

Finalmente se decidió, emitió un solo y simple adiós y partió respondiendo a la llamada. Quizá le esperasen, pero debía asegurarse; las posibilidades de supervivencia de un individuo aislado se reducían considerablemente, sobre todo frente a un barco.

No se entretuvo mucho en alimentarse, filtrar toneladas de agua no permite nadar deprisa.

Por fin encontró el grupo, era pequeño y variopinto. Entre todas las ballenas destacaba una en particular, era evidente que se trataba de la que hacía las llamadas. No era la más grande, tampoco la de mayor edad, ni siquiera la más dominante.

Era ella quien polarizaba todo el grupo, toda una aureola de misterio la rodeaba.

Tenía una personalidad magnetizante, un carisma especial, y sin embargo permanecía casi siempre en silencio. A veces daba la impresión de que soportaba toda la responsabilidad, la carga de conocer un destino insospechado por todos.

Guiaba a las demás por rutas desconocidas o despreciadas por otros grupos, pero nunca pasaban hambre, ni un apuro. Parecía saber en todo momento cómo y cuando ocurrían las cosas.

Pero lo más extraño de todo es que ella misma no parecía saber exactamente dónde se dirigían. Simplemente seguía una especie de luz lejana, que le hablaba en su interior; eso es lo que ella decía. ¡Sería la Atlántida!

Cierto día se detuvieron. Algunas preguntaron por qué; otras como nuestro ballenato confiaban plenamente y se limitaban a esperar.

Entre estas últimas estaba Aldebarán, quizá la más vieja, podía ser la madre de cualquiera de ellas. Apenas sí hablaba alguna vez, excepto para afirmar lo que decía Zetus, su guía; ella sabía que no les fallaría nunca.





Raquel García Alonso y Daniel Romero Fuentes

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