Recuerdo perfectamente todo lo que sucedió aquella terrible noche. Al terminar la celebración del banquete pascual nos abrimos camino entre una espesa multitud de peregrinos –que en su mayoría no habían entendido una sola palabra del mensaje de Cristo y, enfurecidos, le censuraban al pasar- y nos dirigimos al huerto que llaman Getsemaní, un pequeño monte cubierto de olivos que se encuentra al otro lado de las murallas de Jerusalén. Ya había caído la noche, y caminábamos todos en silencio, con el único ruido de nuestras sandalias pisando la arena. El Maestro iba el primero, con los pies descalzos, y yo lo seguía, preguntándome por qué se había desvanecido la esperanza que el pueblo había depositado en Él. Lejos quedaba ya su entrada triunfal en la ciudad, ahora era poco menos que odiado por la mayoría. Desde su llegada a Jerusalén había conseguido más enemigos que simpatizantes, y la turba había sido defraudada porque Él no era el mesías político que ellos esperaban. El Dios hecho hombre que veía frente a mí no había satisfecho sus expectativas.
¿Y si resultara ser cierto que Jesús era otro falso mesías? ¡Qué pobre era mi fe, que a pesar de haber estado a su lado, a pesar de haber visto prodigios en su palabra y en sus manos aún tenía momentos de duda!
Mi mirada buscó a Judas, que ya no estaba entre nosotros. Había aprovechado la confusión a nuestra salida del cenáculo para escabullirse entre las masas. Todavía tenía en mi mente su mirada de culpabilidad cuando Jesús vaticinó su traición. Tampoco salían de mi pensamiento las palabras: “Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces.”
Tras atravesar la puerta de los Esenios, doblamos a la izquierda, encaminándonos hacia el valle de Hinnon para después subir al Monte de los Olivos. Alcé la vista y vi la luna llena, cuya luz inundaba todo el valle, pero dándole al mismo tiempo un aspecto siniestro que era acentuado por las nubes dispersas que surcaban el cielo. Atrás iban quedando el Palacio Real, la Torre Hípica, la gigantesca silueta del templo y el polvo levantado por los miles de viajeros y peregrinos. El bullicio se iba apagando, apenas se distinguían las luces de las antorchas. La ciudad empezaba a dormirse.
Jesús seguía adelante, con paso decidido y sin volver la vista atrás. Yo avanzaba a escasos metros de Él, y sentía a mis diez compañeros caminando detrás de mí, en absoluto silencio. Y Judas Iscariote no estaba entre nosotros. La humedad del valle y el olor a vegetación podían respirarse en el aire, amén de la terrible tragedia que se avecinaba. Exhalé un largo suspiro y sentí un escalofrío. Tenía miedo, y ello me hacía sentir cobarde. La quietud de la noche parecía estar anunciando algo espantoso. El rostro de Judas y el silencio, el terrible silencio que siguió a las palabras de Jesús: “En verdad os digo que uno de vosotros me ha de traicionar.” Judas, el ladrón ahora convertido en traidor, se había quedado en la ciudad y sabía bien a dónde nos dirigíamos. Tal vez las consecuencias de su traición nos alcanzarían también a nosotros, los apóstoles, y entonces...
Permanecer junto al Maestro aquella noche no era la mejor idea. Pero su soledad, su infinita soledad caminando a escasos pasos de nosotros, rechazado por su pueblo, traicionado por Judas, y acaso también olvidado por su propio Padre... No, no podía dejarle ahora. Además, había hecho una promesa. Me quedaría su lado, pues Él necesitaba de aquellos con los que había compartido el anuncio del Nuevo Reino.
Mis ojos seguían con dificultad su estela, y mi corazón sentía cada vez más miedo, más deseos de incumplir mi promesa. Tal vez cometí un gran error al dejar mi barca en la arena, hasta entonces mi vida había sido bien sencilla. Mi trabajo, mi pequeña familia; lo había dejado todo por seguirle y ahora estaba arriesgando mi propia vida por estar a su lado...
Salíamos ya de la frondosidad del valle y el sendero se inclinaba hacia el monte. Podía distinguir los olivos con sus troncos desfigurados bajo la luz de la luna. Nunca podré olvidar el intenso olor que desprendían. Empecé a jadear, no porque la subida fuera muy empinada sino porque el corazón me latía demasiado deprisa. Era tal la turbación de mis pensamientos que seguía los pasos de Jesús de manera inconsciente, como si una extraña fuerza en mi interior me obligara a seguir caminando. A nuestra izquierda quedaba una parte reservada a las sepulturas, junto a la cual se alzaba un molino utilizado para la extracción del aceite. La visión de las tumbas me hizo sentir otro escalofrío.
Una vez en el Huerto de Getsemaní, Jesús se detuvo y se volvió hacia nosotros, diciendo:
‘Sentaos aquí y velad, mientras yo voy a orar’
Después nos tomó a Juan, a Santiago y a mí, y apartándonos del resto, nos dijo:
‘Mi alma está triste hasta la muerte. Siento una angustia tan profunda que temo no poder soportarla. Os ruego que os quedéis aquí y veléis conmigo’
Era un hombre y no un Dios el que nos hablaba con aquella voz entrecortada. Su cara, la más pálida que había visto jamás. Yo, que siempre había visto a Dios en su mirada, acababa de ver la languidez de su rostro humano.
Se adelantó unos pasos, y clavando sus rodillas en tierra, clamó al cielo diciendo:
‘¡Abba, Padre! Sé que mi hora está cerca... Pero Tú, que lo puedes todo, que gobiernas el universo con tu mano derecha, haz que pase de mí esta copa...’
Desde el lugar en el que nos encontrábamos pude escuchar sus palabras. No sabía qué hacer: mi corazón me decía que permaneciera én el huerto, lo que me quedaba de cordura insistía en que huyera. Poco después Jesús se puso en pie y su túnica blanca se alejó brillando entre los olivos. Quise ir tras Él, pero la mano de Juan me sujetó el brazo y me invitó a sentarme bajo un olivo.
‘Deberíamos huir lejos de aquí’ le dije ‘No sólo el Maestro, sino todos nosotros. Corremos un grave peligro’
Juan no contestó. Seguro que él también había pensado en huir.
No quise hablar más. Tenía la boca seca a causa del vino agrio y los panes ácimos. Estaba cansado después de toda una semana de preparativos para la Pascua, y sobre todo, después de la agitación de aquel día. Apoyé mi espalda contra el tronco del olivo, e hice cuanto me fue posible por mantener mis ojos abiertos, como Jesús nos había pedido, pero al cabo el sueño me venció, como ya había hecho con algunos de los que me acompañaban, cuyos ronquidos habían prolongado un poco más mi breve vigilia.
La voz del Maestro me despertó de un sueño profundo.
‘Simón Pedro, ¿Estás dormido?’, me dijo, ‘¿No has podido siquiera velar una hora? Veladtodos, porque ésta es la noche. Orad, que no entréis en tentación, pues el espíritu está bien dispuesto, mas la carne es débil’
Una hora. Había pasado una hora. El cielo se había oscurecido, y de la luz de la luna sólo quedaba una reminiscencia violeta que se filtraba débilmente entre las nubes. Se apartó otra vez Jesús, y habló de nuevo al Todopoderoso.
‘Padre, me siento débil, sin fuerzas para concluir la misión que me encomendaste. Padre, no me dejes morir ahora... ¡He hecho tan poco y me queda tanto por hacer...!
Y tras un breve silencio, añadió:
‘Mas que no se haga mi voluntad, Padre, sino la tuya. En tus manos pongo mi vida...’
Una ráfaga de viento secó el sudor de mi frente. Me pesaban tanto los ojos que apenas distinguía si estaba despierto o soñando. Más bien todo aquello me parecía una horrible pesadilla. Luché –Dios lo sabe- por mantenerme despierto, pero pronto mis párpados volvieron a cerrarse. Y entretanto, Cristo vivía su lenta agonía en la absoluta soledad del olivar. Todos dormíamos excepto Él, que ya había aceptado la voluntad del Padre en medio de aquella desolación. Se disponía a morir, y lo sabía. Había renunciado a todo, y ahora iba a entregar lo último que le quedaba, su propia vida, aunque resultara difícil comprender el sentido de su venida al mundo en aquellas circunstancias, después de haber visto como su propio pueblo se volvía contra Él y a sus discípulos durmiéndose en el lecho de la indiferencia.
Volvió con nosotros y nos habló de nuevo. No supimos qué responderle. No había excusa para quienes habíamos hecho de su última noche la más solitaria de su existencia. Solamente su Madre, María, le había acompañado con sus lágrimas en alguna lúgubre alcoba de Jerusalén...
‘Ea, ya podéis descansar. He aquí que el Hijo del Hombre va a ser entregado y puesto en manos de los pecadores. Levantaos, rápido, que aquí llega el que me va a entregar...’
La profecía se había cumplido. Hacia nosotros se acercaba una recua de soldados y gentes armadas con garrotes y antorchas, encabezados por Judas. Nos pusimos todos en pie de un salto. Algunos huyeron.
‘Salve, Rabí –dijo Judas Iscariote, apoyando sus manos sobre los hombros de Jesús y besándole las mejillas sin encontrar resistencia- La paz sea contigo, Maestro’
Jesús fue inmediatamente rodeado por los guardias del sumo sacerdote.
‘¿Con un beso entregas a tu Maestro?’ –dijo Jesús a Judas, y dirigiéndose al resto, siguió diciendo:
‘¿Era preciso traer un tropel de soldados armados hasta los dientes? ¿Acaso no tuvisteis ocasión de prenderme en el Templo, al que yo acudía todos los días?’
En un arranque de ira, desenvainé la espada de uno de los soldados y le herí una oreja, y a punto estaba de darle muerte cuando la voz del Maestro me detuvo.
‘No intentes cambiar nada, Simón Pedro –me dijo- ¿No crees que una sola palabra bastaría para poner doce legiones de ángeles a mi servicio? Deja que se haga así, que se cumplan las escrituras...’
El soldado me arrebató el arma, y me arrojó al suelo de un golpe en la cabeza. Creí ver mi vida terminada al sentir el frío acero de la espada tan cerca de mi garganta. Poco tardaría en desear que así hubiera sido, pero Jesús aún tuvo tiempo para salvarme la vida.
‘Si es a mí a quien buscáis, ya me tenéis. A ellos, dejadlos marchar’ –dijo Jesús.
Y el soldado, asombrado al ver su oreja recompuesta, me dejó vivir. El resto de los míos se había dispersado por el olivar. Hubo quien incluso perdió la sábana y huyó totalmente desnudo.
Se llevaron a Jesús, que en ningún momento opuso resistencia, y yo les seguí a distancia hasta el atrio de Caifás, camuflándome entre la plebe, para averiguar el desenlace de aquella trágica noche. Tal vez todo se quedara en un par de días en prisión, hasta que las cosas volvieran a su normalidad. Pero Cristo era mucho más que un revolucionario, y la acusación se presumía bastante más grave de lo que me aventuré a pensar. El tribunal buscaba argumentos para condenarle a morir en la cruz, y el pontífice no cesó en su intento hasta conseguirlo: estaba acusado de blasfemia y era reo de muerte. Ahora sí estaba todo perdido. Sólo faltaba el veredicto de Poncio Pilato, quien difícilmente se opondría al clamor de la muchedumbre. Yo no podía hacer nada por salvarle, y en esta ocasión sí que empecé a temer por mi propia vida. Tal vez, a la mañana siguiente el sanedrín daría la orden de arresto para los apóstoles por ser cómplices de Jesús. No podía quedarme allí por más tiempo. Tenía que huir cuanto antes. Abandoné mi puesto con la mirada clavada en Cristo, y esta vez vi en Él a Dios vivo, un Dios humillado, maltratado y escarnecido, pero mostrándose infinitamente grande en su pequeñez. En ese momento empecé a comprender...
Fue la última vez que lo vi antes de su crucifixión. Ni tan siquiera pude decirle adiós. Salí del atrio en medio de un bullicio ensordecedor -aunque era aún mayor el estrépito de mi propia conciencia- y me senté en la escalera de la entrada, reclinando la cabeza y tapándome la cara con ambas manos. Las imágenes que había presenciado a lo largo de toda la noche se mezclaban y repetían en mis pensamientos, mientras el voraz remordimiento que sentía me devoraba las entrañas. ¿Dónde estaban mis compañeros? Si yo me sentía desolado en aquel momento, ¿cómo no se habría sentido el Maestro en la soledad del Huerto? ¿Cómo se sentiría ahora que había caído en manos de sus enemigos mientras los suyos se dispersaban como ovejas? Tal vez las acusaciones del sanedrín no fueran tan dolorosas como la falta de lealtad de sus discípulos.
No obstante aún quedaba algo que cumplirse. Aún quedaba una oveja perdida a la puerta del templo esperando la señal del gallo para huir, igual que el resto.
Estando yo sentado, sumergido en tantos pensamientos que me atormentaban, se me acercó una sierva y me dijo:
‘¿No estabas tú también con Jesús, el de Galilea?’
La pregunta sonaba a acusación. Si confesaba la verdad me arriesgaba a correr la misma suerte que el Maestro. No tuve más remedio que mentir.
‘No sé de quién me habláis, señora’, contesté.
Mi primera negación.
El pánico se apoderó de mí, y traté de escapar de allí lo antes posible, pero al cruzarme con otro grupo de gente que se dirigía al templo oí la voz de otra mujer.
‘¡Mirad, ahí va el que acompañaba al Nazareno!’
Inmediatamente respondí.
‘Juro por mi vida que no conozco a ese de quien habláis’
Mi segunda negación.
‘Es cierto que estabais con Él –decían otros- Yo os he visto en la sinagoga’
‘Sois su discípulo más fiel –decían otros- Vuestro modo de vestir os delata’
‘¡Maldita sea! –grité- ¡Jamás he visto a ese hombre!’
Mi tercera negación.
Como Jesús había predicho, cantó el gallo. Fue como un puñal atravesando mi corazón de un extremo a otro. Aparté de mi camino a los que me cerraban el paso y corrí despavorido por las oscuras y serpenteantes calles de Jerusalén. Fui perseguido por algunos, y empecé a comprender que aquello no era más que el comienzo...
Cuando vi que nadie me seguía, me oculté en un rincón oscuro y lloré las lágrimas más amargas que jamás he llorado, suplicando a Dios que me perdonara por lo que había hecho en aquella noche tan extraña y tan trágica.
Un mar de dudas acompañaba a mi llanto, pero en mi corazón permanecía la misma certeza: Jamás abandonaría la senda que empecé a recorrer junto a Él.
El revuelo producido por el prendimiento de Jesús se hacía palpable en el bullicio reinante en las calles de la ciudad, que había despertado de su breve letargo.
El resto de la historia es de todos conocido.