admirando quedé mirando la grandeza de Dios.
25 de marzo de 2007
20 de marzo de 2007
19 de marzo de 2007
NOSTALGIA DE DIOS
En algún lugar debajo de tu piel está Dios,
¡búscalo!.
No temas encontrarte cara a cara con Él,
¡Atrévete!, descubrirás que hay en ti nostalgia de Dios.
En los surcos de tu mano y en tu voz está Dios,
¡búscalo!.
No debes olvidarlo, nuestra vida es buscar,
Cada canción despertará en tu caminar Nostalgia de Dios.
En tu agitado, inquieto corazón, está Dios.
¡búscalo!.
Los días de penumbra pasarán, ya verás;
Y el nuevo sol, a contraluz, te hará sentir
NOSTALGIA DE DIOS.
Nostalgia de Dios

10 de marzo de 2007
Judas Iscariote (A la sombra del sicomoro)

Una voz dulce y serena le sacó de su profundo sueño. Se incorporó, abrió los ojos y logró, una vez acostumbrado a la luz, reconocer la figura de Rebeca.
¿Dónde diablos estoy?
Le costó varios segundos recordar dónde estaba, aunque para su miseria sí recordaba perfectamente todo lo que había sucedido la noche anterior. Fue su primer pensamiento: la cena, el huerto, el beso, las monedas… Había acudido a la taberna intentando borrarlo todo y durante unas horas había conseguido no ser consciente de su existencia, pero ni el abundante vino ni los servicios de la joven Rebeca habían ahuyentado los fantasmas que ahora, habiendo regresado a la lucidez, volvían a asediarle. Mirando a su alrededor comprobó que formaba parte de un cuadro que le resultaba desolador. Vagabundos, mendigos, músicos, viajeros y prostitutas seguían durmiendo la borrachera repartidos por diferentes rincones de la taberna.
He vuelto a ser lo que fui, aunque me temo que esta vez he caído más bajo que nunca.
Conforme sus sentidos se fueron desperezando empezó a llegar a sus oídos un bullicio procedente del exterior.
‘¿Qué pasa ahí afuera?’, preguntó.
‘Jesús de Nazareth, aquel al que muchos consideran un loco y un blasfemo, fue apresado anoche’, respondió Rebeca.
‘¿Jesús?’, dijo, fingiendo no saber nada al respecto.
‘Sí, ese que decía ser el Hijo de Dios’
‘Si ha sido prendido, como quería el pueblo y como lo exigían los sacerdotes, ¿a qué se debe tanto ruido? Lo tendrán bien encerrado para que no siga causando más confusión… En unos días todo volverá a su normalidad, lo soltarán y se marchará a otra ciudad’
‘No, no lo van a soltar. He oído que el Sanedrín ha pedido que sea condenado a morir en la cruz… Y así lo van a hacer…’
Se puso en pie de un salto, arrojando la mesa violentamente contra el suelo. La jarra de barro vacía se hizo pedazos pero el ruido no consiguió despertar a ninguno de los que dormían. Corrió hasta la puerta de la taberna y se asomó a la calle, justo cuando una recua de soldados romanos pasaba por delante. Reconoció a uno de ellos, que se encontraba entre los que había guiado pocas horas antes hasta el huerto en el que Jesús estaba con el resto de discípulos. Al verlo prefirió esconderse y cerrar la puerta. Cuando Rebeca reparó en su rostro desencajado y sus ojos, saliéndosele de las órbitas, le preguntó:
‘¿Qué te pasa? ¿Le conocías?’
‘¿Quién te ha dicho que van a crucificarlo? ¿Quién?’, gritó Judas, sujetando los brazos de Rebeca y zarandeando su cuerpo.
‘Un grupo de mujeres que pasaba por aquí… Algunas iban llorando…’
‘¡No puede ser! ¡Ese hombre es inocente! ¿De qué se le acusa?’, gritó.
‘Tú le conocías, ¿verdad?’, insistió ella.
Tardó en responder. Los remordimientos de la noche anterior se hicieron diminutos en comparación con los que empezaban ahora a brotar en su corazón.
En escasos segundos sus pensamientos se concentraron en la figura de Jesús, que durante algún tiempo había alimentado su esperanza de una nueva vida. Había escuchado sus palabras y visto sus obras muy de cerca. Su corazón se había sentido dichoso a su lado. Mientras estuvo en compañía de Él y el resto de discípulos fue capaz de olvidarse de lo que había sido y de lo que era realmente, y huir de un pasado que había terminado dándole alcance la noche anterior, cuando el diablo le engañó aliándose con sus enemigos. El destino le jugó una mala pasada, su corazón fue débil y la balanza se inclinó hacia el lado oscuro de su alma.
Judas Iscariote agachó la cabeza y cerró los ojos. De nuevo se vio a sí mismo frente al Sumo Sacerdote, diciendo:
‘Yo puedo entregároslo sin causar demasiado alboroto. Sé dónde puedo encontrarlo, esta misma noche’
‘¿Y por qué hemos de creerte?’
‘La cuestión no es creerme o no, sino qué recibiré yo a cambio’
‘Primero entréganoslo, después te pagaremos’
Treinta sucias monedas de plata. Ese fue el precio que recibió a cambio.
‘¡Toma tu dinero y desaparece…!’, le dijeron los sacerdotes al entregarle la recompensa.
Al coger las monedas sintió que, a pesar de su larga lista de delitos, nunca había caído tan bajo. Sí, había sido un ladrón, pero nunca le hizo verdadero daño a nadie. Aunque se pasaba la vida huyendo jamás padeció necesidad, no solía faltarle algo que llevarse a la boca. Es más, se le daba bien robar, no tenía madera para otra cosa. Sin embargo esta vez había sido muy distinto. Hasta entonces nunca había hecho uso de tan malas artes.
Empezaba a adivinar que esta fechoría iba a superar la suma de todas las demás…
¿Qué me hizo pensar que alguien como yo podría cambiar?
En un último momento se arrepintió y quiso arreglar lo que ya no tenía solución. Volvió sobre sus pasos e intentó comprar la libertad de Jesús devolviendo los denarios a los sacerdotes, pero ellos no los aceptaron y terminó arrojando las monedas al suelo. Ya era demasiado tarde…
‘Vosotros sí sois los falsos profetas. ¡Malditos seáis…!’, fue lo último que pudo decir antes de que los soldados le condujeran hasta la puerta del templo.
Salió de allí y sólo halló cobijo en una oscura taberna, en la que empapó de vino su arrepentimiento, al abrigo de los brazos de Rebeca.
Su memoria retrocedió algunas horas más, a cuando Jesucristo adivinó quién le iba a traicionar. Otra vez volvió a escuchar sus palabras, aquéllas que tan bien supo obedecer.
‘Lo que vas a hacer, hazlo pronto…’
Sí, le obedeció, es cierto. Si se habían propuesto matarlo, lo conseguirían tarde o temprano. Estaba escrito en su destino que había de ser entregado por uno de los suyos y le había tocado a él desempeñar ese papel. Fue acusado de traidor antes de cometer la traición, cuando aún no estaba plenamente decidido a llevarla a cabo. Tal vez fueron el despecho y la vergüenza los que desequilibraron la balanza, dándole un último impulso. Tal vez fue el diablo quien se apoderó de su alma. O tal vez no. Lo más probable es que su larga lista de delitos fuera fruto de su mala condición. Ningún argumento servía de alivio para su remordimiento. Fuera o no fuera lo que decía ser, Jesucristo era un hombre bueno al que había conducido hacia una muerte horrible.
Su pesar y su arrepentimiento no hacían más que aumentar, y a medida que su miseria crecía así parecía hacer también su fe en Jesús, que regresaba de nuevo para hacerle empezar a comprender. ¿Le había sido necesario matar al Hijo de Dios para creer en Él?
‘¿Eras tú uno de sus discípulos?’, insistió Rebeca.
En su mente las imágenes y las palabras se sucedían una tras otra. La última de ellas fue la señal que había dado a los soldados para que pudieran reconocer a Jesucristo, en el Huerto de los Olivos.
No pudo resistirlo más…
‘Sí, yo era uno de los que le seguían’, admitió, ‘Corres un serio peligro si te quedas conmigo’
Clavó sus rodillas en el suelo y abrazándose a las piernas de Rebeca, rompió a llorar amargamente.
Dios mío, ¿qué he hecho…? Perdóname, Dios mío, perdóname…
‘Tú tuviste la dicha de caminar a su lado’, siguió Rebeca, hablando de forma pausada, ‘Yo solamente pude verle una vez…’
Tenía razón. Judas se había considerado dichoso al ser elegido por Cristo como uno de los doce. Desde ese momento había decidido abandonar para siempre su vida furtiva e inició un nuevo camino. Todo fue muy fácil al principio, su firme voluntad de llevar una vida honesta le llevó a convertirse en el tesorero de los discípulos, tarea que desempeñó sin sentirse jamás inclinado a robar una sola moneda. ¿Qué pasó después? ¿Qué quedó del Judas apóstol?
‘Sucedió muy cerca del mercado de Jerusalén’, siguió Rebeca, ‘Él hablaba con unos niños, yo quise acercarme pero no me atreví. Pensé que una pecadora como yo no era digna de su trato así que me mantuve a distancia. Pasado un instante se percató de que le estaba mirando y sus ojos se fijaron en mí. No pude soportar su mirada durante mucho tiempo, aparté la vista y me alejé de allí, sintiendo que, sin haber dicho una sola palabra, había colmado mi corazón…’
Todo esto escuchaba Judas mezclándolo con sus lágrimas y sus propios pensamientos.
Él fue el único que apostó por mí cuando me eligió para acompañarle en su camino y ahora yo le he traicionado. Ahora sé bien qué dirección he de tomar. Todo está ya decidido, no hay vuelta atrás…
Ojalá pudiera volver a los días en que yo era un simple ladrón que robaba para sobrevivir. Un ladrón nada más, no un cómplice de asesinato. Si pudiera siquiera retroceder unas horas y volver a sentarme a la mesa con el resto de discípulos…
‘Te costará creerme, pero tus pecados no pueden igualarse con los míos y tu corazón está mucho más limpio. Tú aún puedes salvarte, yo estoy completamente perdido’, dijo Judas, una vez que consiguió serenar su llanto.
Se puso en pie, alzó la vista y miró a Rebeca fijamente. Palpó la bolsa de dinero que aún llevaba colgada a la cintura y se la entregó.
‘Toma este dinero y las pocas cosas que te queden y huye de aquí, comienza una nueva vida. Recuerda su mirada y Él guiará tu camino’, dijo Judas, erigiéndose de nuevo en el apóstol que había dejado de considerarse.
Rebeca tomó en sus manos las de Judas.
‘Huyamos juntos’, dijo.
‘Si supieras realmente quién soy no osarías siquiera acercarte a mí’, contestó él, apartándose de ella.
‘No me importa lo que tú seas. ¿Qué soy yo…? Una ramera… Llévame contigo…’
‘Yo no soy digno ni de una ramera… Si lo fuera, me quedaría contigo’
Acarició su mejilla y besó su frente, antes de dedicarle las últimas palabras.
‘Además, nadie puede acompañarme al lugar al que me dirijo… Adiós…’, dijo, volviéndole la espalda y dirigiéndose hacia la salida.
‘¿Dónde está ese lugar?’
Salió a la calle sin contestar las últimas palabras de Rebeca.
Un lugar muy lejos de este mundo.
La luz del día le era dañina a los ojos, que parecían verlo todo de forma confusa, como a través de una densa bruma. Todas las miradas de la gente con la que se cruzaba las percibía como una acusación. Caminó buscando las callejas menos transitadas de Jerusalén, sin saber exactamente dónde ir.
‘¡Han soltado a Barrabás!’, oyó decir a alguien a sus espaldas.
Barrabás, un malhechor como lo era él, a cambio de un inocente al que había enviado a morir a en la cruz. Jamás sospechó que para quitárselo de en medio fueran a utilizar un método tan expeditivo. Los sumos sacerdotes no le habían dicho qué sería de su Maestro cuando estuviera en sus manos, ni se había molestado en preguntarlo. Él, que había transgredido tantas leyes, desconocía el castigo que se recibía por blasfemia, pero esto tampoco le hacía sentir menos culpable.
En otro lado de Jerusalén, el Hijo del Hombre comenzaba su camino al Calvario bajo el peso de la cruz, con la espalda cosida a latigazos.
Entretanto, Rebeca, lejos de ir tras Judas, se preparaba para obedecer sus palabras. Se cubrió la cabeza y escondió entre su liviano equipaje la bolsa de dinero que acaba de heredar. Salió de la taberna poco después de él, miró a su izquierda y a su derecha y empezó a caminar con la firme decisión de no regresar jamás. Pero no quería marcharse sin volver a ver a Cristo, necesitaba sentir una vez más el candor de su mirada antes de su inminente crucifixión, y no había tiempo que perder. Se apresuró por las calles, consciente de que no era difícil averiguar dónde se encontraba, sólo había que dejarse llevar por el gentío. A cada paso que daba sobre el empedrado las palabras del Iscariote hacían eco en sus pensamientos, que no acertaban a comprender su comportamiento. Su corazón ingenuo no sospechaba de la traición, mas bien se sentía inclinada a pensar tenía que huir para no acabar en la cruz como su maestro.
Para Judas sólo había un camino. Un camino sin retorno. Sólo había una forma posible de acallar el clamor de su conciencia. Aún le faltaba un último objeto que robar y en esta ocasión no se trataba de comida ni de joyas. Ladrón era y nunca había dejado de serlo, volvían los viejos tiempos. Le costó muy poco tiempo trazar un plan, que decidió llevar a cabo más allá de las murallas de Jerusalén. La muchedumbre se agolpaba por las calles y tenía que abrirse camino a empujones, ya que estaba caminando en contra de la corriente. Todo el mundo hablaba de lo mismo y su deshonra y vergüenza crecían hasta límites insospechados, lo cual le hacía reafirmarse cada vez más en su determinación.
No tengo miedo. Mi único temor es pasar el resto de mi vida acarreando esta carga. He de pagar por mis pecados y no puedo esperar más. Nadie me echará en falta, sólo se conocerá mi nombre como el de aquel que traicionó a Cristo.
La mayor parte de los habitantes de Jerusalén, Saduceos y samaritanos, zelotes y samaritanos, judios y romanos, se agolpaban en las calles para seguir de cerca los acontecimientos. La historia de aquella noche se sabía y se escuchaba por todos los rincones de la ciudad, desde el Palacio de Herodes Antipas hasta el Templo.
‘Fue entregado por uno de los suyos’, oyó decir Rebeca a sus espaldas.
‘Dicen que la señal que dio a los soldados fue un beso’
‘¿Y dónde están ahora los demás?’
‘Huyendo, para no correr su misma suerte’
Rebeca empezó a comprender la reacción y las palabras de Judas. Ahora cobraban sentido por sí solas. Por primera vez sospechó que aquel de quien hablaban era precisamente él. Hasta entonces ni siquiera había imaginado su traición. ¿Y quién se lo iba a figurar?
Simón de Cirene, obligado por los soldados encargados de llevar a cabo la ejecución, ayudaba a Jesús a llevar la cruz.
Una vez en las afueras de la ciudad, al otro lado de las murallas, Judas se coló en un establo y encontró una mula atada a un poste de madera. Comprobó la dureza de la soga, que era cuanto necesitaba para llevar a cabo su plan. Estaba desatando al animal cuando le sorprendió una voz procedente de la parte superior del establo.
‘¿Quién está ahí?’, dijo la voz de un joven.
Un ladrón, y un asesino, se dijo para sí Judas, pues eso era exactamente lo que se consideraba.
El joven dio un salto y se interpuso en el camino hacia la puerta del establo, blandiendo una horca de madera de las que se usaban para cosechar cereales. Judas ya había desatado a la mula y enrollado la soga, la cual colgaba ahora sobre su hombro derecho.
‘Esa mula da de comer a mi familia. Si intentas robármela te atravieso el pecho…’
No sintió el más mínimo temor, sino que habló con una voz pausada y tranquila.
‘No es la mula lo que quiero, sólo la soga. De todos modos, si quieres matarme, adelante. No voy a defenderme’
Ambos se miraron fijamente durante un breve espacio de tiempo. Uno deseaba librarse de un destino peor, el otro creía haber encontrado un atajo en el camino hacia lo inexorable.
Judas quiso ponerle a prueba y empezó a caminar hacia la salida del establo. El dueño de la mula hizo un ademán de atacarle con la horca, pero, valorando la situación, supo contenerse y le dejó pasar a su lado sin hacer nada. Lo vio alejarse por el camino, preguntándose qué utilidad iba a darle a la soga que acababa de robarle.
‘¿Ezequiel…?’, le llamó desde dentro su esposa, con un bebé en brazos. ‘¿A quién le hablabas?’
‘A un tipo extraño sin miedo a morir… Ha entrado aquí sólo para robarnos la soga’
‘Tal vez se trataba de ese loco del que tanto hablan, o de alguno de sus discípulos…’, respondió, ajena a los últimos acontecimientos.
Avanzando con paso rápido y decidido por el camino que llevaba a Jope, pronto se encontró lo bastante lejos que deseaba de la ciudad de Jerusalén, aunque no lo suficiente como para perderla de vista. Ahora se encontraba solo y empezó a sentir un extraño temblor que le nacía en el pecho y se extendía hasta todas las extremidades. El momento se acercaba pero no era tan fácil como se le antojaba en un principio, estaba aturdido con tantos pensamientos que le rondaban por la cabeza y con la resaca de una borrachera de la que había despertado tan bruscamente. Si Jesús en verdad era el hijo de Dios, tal vez pueda perdonarme por el pecado que he cometido contra Él. Su firme determinación mostró los primeros síntomas de debilidad. Se acercó al arroyo que corría paralelo al camino y, clavando las rodillas en la orilla, agachó la cabeza y sumergió su rostro en el agua para refrescarse y para beber. Le costaba asimilar que esa era la última vez que bebía, que su existencia en el mundo estaba a punto de terminar. Contempló su rostro deformado en la superficie del agua, cuya imagen se asemejaba a la de un monstruo, y se odió a sí mismo una vez más. Se sintió el ser más ruin y miserable de la raza humana.
No, yo no merezco ser perdonado. La sangre del cordero no se verterá por mí. Lo único que tendremos Cristo y yo en común será la fecha de nuestra muerte. Se acabó el vivir escondiéndome, siempre huyendo.
No muy lejos de allí Jesús caía por segunda vez bajo el peso de la cruz, y muy cerca de Él, una mujer encapuchada le observaba mientras dejaba rodar lágrimas abrasadoras por su rostro.
Se irguió y fue a sentarse bajo un alto sicomoro sobre cuyo tronco apoyó su espalda. Notó que algo le molestaba, y era la soga de esparto, que seguía colgada de su hombro. Se la descolgó y la colocó a su lado. Miró hacia arriba y contempló las ramas retorcidas del árbol, de las que pendían hojas alargadas con forma de corazón y alguna flor de color rosa. Más allá, un cielo que se iba oscureciendo cada vez más. Suspiró profundamente, cerró los ojos apretando los párpados con fuerza. Por unos momentos su mente viajó en el tiempo hasta su niñez y dibujó el rostro de su madre abrigándole en la cama y besándole la frente. La visión le hizo entrar en un estado de semilucidez en el que sus sentidos no le transmitían ninguna sensación. Por un espacio de tiempo del que perdió la noción no sintió frío ni calor, remordimiento ni dolor, tristeza ni alegría, sólo una tremenda calma, como si se estuviera quedando dormido. No escuchaba nada, no llegaba a su nariz fragancia alguna, ni sentía en su boca la sequedad que le había dejado la borrachera de la noche anterior. Su respiración recuperó su ritmo normal y su cuerpo dejó de temblar. Abrió los ojos, llenos de lágrimas, y tampoco veía las murallas de la ciudad de Jerusalén, ni las colinas que la rodeaban, ni el monte que llamaban Gólgota, en el que se ejecutaba a los malhechores. Todo cuanto pasó a continuación lo hizo de la mejor forma que podía suceder, muy rápidamente. Se puso en pie de un salto y trepó con gran habilidad por el tronco del árbol. Una vez elegida la rama, miró hacia el suelo, que le pareció estar a una distancia adecuada. Sabía que para consumar el acto le era preciso pensar en cualquier otra cosa distinta a lo que estaba haciendo, pues de lo contrario no se atrevería a hacerlo. Así, mientras preparaba los lazos de la cuerda su memoria visualizó la imagen de Rebeca, la última persona con la que había hablado, la última que había tenido un gesto amable con él. Recordó el beso de despedida que le había dado en la frente, tan diferente al que había dado horas antes a Cristo en el huerto de los olivos, a cambio del cual había recibido treinta monedas de plata que acabaron chocando contra el suelo del templo. Las vio de nuevo, rodando sobre las losas de piedra. El eco del sonido tintineante resonó en sus oídos por última vez. En ese momento sintió un golpe seco en la nuca, seguido de una fortísima presión alrededor del cuello, y pocos segundos después su cuerpo sin vida estaba balanceándose bajo una de las ramas más gruesas del sicomoro.
8 de marzo de 2007
25 de febrero de 2007

EL MUNDO ESTÁ EN LA CRUZ
He llegado a la montaña y en la cruz te he contemplado,
te he visto ojos de niño, tu rostro era de soldado.
Tu cuerpo sangrante y roto,
tus manos viejas de anciano...
No he visto un Cristo de historia,
vi un mundo destrozado.
Una a una las espinas de tu cabeza he quitado;
y de tus manos sangrantes arranqué los fríos clavos.
Y al llegar hasta los pies miedo me dio tocarlos:
eran la sangre del Pueblo pobre, guerrero y esclavo.
Tu cuerpo sangrante y roto sobre mí se ha descolgado,
los pies quedaron allí...,en la cruz aún clavados.
Y en tus ojitos de niño y tu cara de soldado,
vi la humanidad muriendo,muriendo entre mis brazos.
El Pueblo que sufre y muere,
no muere lo hemos matado
tras pisar su dignidad y su Fe pisoteado.
Y yo en tanto seguiré dándomelas de cristiano,
pensando que el mal de los otros
se lo hicieron mis contrarios.
Y en tus ojitos de niño ...
24 de febrero de 2007

INVITACIÓN
AL
SILENCIO
Imagínate que estás solo.
Tú solo con Jesús. No hay nadie. Solos Él y tú.
Ahora puedo realmente hablar con Él:
Pregúntale cómo está, cuéntale cómo estás tú,...
Él va a hablarte de su dolor, de su llanto,...
Pero este diálogo contradictoriamente necesita Silencio,
para escucharle necesitas un silencio hondo, profundo, de corazón.
Busca dentro de ti...
Jesús lanza un gran grito... Sólo podrás oírlo desde el silencio...
Mantén esta premisa durante todo el camino...
Jesús te lo agradecerá.
Huellas en la arena

23 de febrero de 2007
Sí,
dios
nace en cada criatura
está recostado en cada corazón callado
en todo ojo abierto que mira y ve
en cada sendero torcido de tu vida
y en el pequeño guiño que triste esbozaste.
Enciende los luceros de tu corazón y
cierra ya las oscuras y cansadas lentes de tu cuerpo
con que miras;
lo verás en cada uno
de los que
junto a ti
viajan.
En cada crepúsculo,
en cada vida.
No busques tanto.
Levanta tu mirada aquí y ahora
y ama.
Recuerda:
Aquí y ahora.
Mira a sus ojos...
Ahí nace.
Eso es dios.
©BIL
13 de febrero de 2007
Getsemaní (Soledad en el huerto de los olivos)
¿Y si resultara ser cierto que Jesús era otro falso mesías? ¡Qué pobre era mi fe, que a pesar de haber estado a su lado, a pesar de haber visto prodigios en su palabra y en sus manos aún tenía momentos de duda!
Mi mirada buscó a Judas, que ya no estaba entre nosotros. Había aprovechado la confusión a nuestra salida del cenáculo para escabullirse entre las masas. Todavía tenía en mi mente su mirada de culpabilidad cuando Jesús vaticinó su traición. Tampoco salían de mi pensamiento las palabras: “Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces.”
Tras atravesar la puerta de los Esenios, doblamos a la izquierda, encaminándonos hacia el valle de Hinnon para después subir al Monte de los Olivos. Alcé la vista y vi la luna llena, cuya luz inundaba todo el valle, pero dándole al mismo tiempo un aspecto siniestro que era acentuado por las nubes dispersas que surcaban el cielo. Atrás iban quedando el Palacio Real, la Torre Hípica, la gigantesca silueta del templo y el polvo levantado por los miles de viajeros y peregrinos. El bullicio se iba apagando, apenas se distinguían las luces de las antorchas. La ciudad empezaba a dormirse.
Jesús seguía adelante, con paso decidido y sin volver la vista atrás. Yo avanzaba a escasos metros de Él, y sentía a mis diez compañeros caminando detrás de mí, en absoluto silencio. Y Judas Iscariote no estaba entre nosotros. La humedad del valle y el olor a vegetación podían respirarse en el aire, amén de la terrible tragedia que se avecinaba. Exhalé un largo suspiro y sentí un escalofrío. Tenía miedo, y ello me hacía sentir cobarde. La quietud de la noche parecía estar anunciando algo espantoso. El rostro de Judas y el silencio, el terrible silencio que siguió a las palabras de Jesús: “En verdad os digo que uno de vosotros me ha de traicionar.” Judas, el ladrón ahora convertido en traidor, se había quedado en la ciudad y sabía bien a dónde nos dirigíamos. Tal vez las consecuencias de su traición nos alcanzarían también a nosotros, los apóstoles, y entonces...
Permanecer junto al Maestro aquella noche no era la mejor idea. Pero su soledad, su infinita soledad caminando a escasos pasos de nosotros, rechazado por su pueblo, traicionado por Judas, y acaso también olvidado por su propio Padre... No, no podía dejarle ahora. Además, había hecho una promesa. Me quedaría su lado, pues Él necesitaba de aquellos con los que había compartido el anuncio del Nuevo Reino.
Mis ojos seguían con dificultad su estela, y mi corazón sentía cada vez más miedo, más deseos de incumplir mi promesa. Tal vez cometí un gran error al dejar mi barca en la arena, hasta entonces mi vida había sido bien sencilla. Mi trabajo, mi pequeña familia; lo había dejado todo por seguirle y ahora estaba arriesgando mi propia vida por estar a su lado...
Salíamos ya de la frondosidad del valle y el sendero se inclinaba hacia el monte. Podía distinguir los olivos con sus troncos desfigurados bajo la luz de la luna. Nunca podré olvidar el intenso olor que desprendían. Empecé a jadear, no porque la subida fuera muy empinada sino porque el corazón me latía demasiado deprisa. Era tal la turbación de mis pensamientos que seguía los pasos de Jesús de manera inconsciente, como si una extraña fuerza en mi interior me obligara a seguir caminando. A nuestra izquierda quedaba una parte reservada a las sepulturas, junto a la cual se alzaba un molino utilizado para la extracción del aceite. La visión de las tumbas me hizo sentir otro escalofrío.
Una vez en el Huerto de Getsemaní, Jesús se detuvo y se volvió hacia nosotros, diciendo:
‘Sentaos aquí y velad, mientras yo voy a orar’
Después nos tomó a Juan, a Santiago y a mí, y apartándonos del resto, nos dijo:
‘Mi alma está triste hasta la muerte. Siento una angustia tan profunda que temo no poder soportarla. Os ruego que os quedéis aquí y veléis conmigo’
Era un hombre y no un Dios el que nos hablaba con aquella voz entrecortada. Su cara, la más pálida que había visto jamás. Yo, que siempre había visto a Dios en su mirada, acababa de ver la languidez de su rostro humano.
Se adelantó unos pasos, y clavando sus rodillas en tierra, clamó al cielo diciendo:
‘¡Abba, Padre! Sé que mi hora está cerca... Pero Tú, que lo puedes todo, que gobiernas el universo con tu mano derecha, haz que pase de mí esta copa...’
Desde el lugar en el que nos encontrábamos pude escuchar sus palabras. No sabía qué hacer: mi corazón me decía que permaneciera én el huerto, lo que me quedaba de cordura insistía en que huyera. Poco después Jesús se puso en pie y su túnica blanca se alejó brillando entre los olivos. Quise ir tras Él, pero la mano de Juan me sujetó el brazo y me invitó a sentarme bajo un olivo.
‘Deberíamos huir lejos de aquí’ le dije ‘No sólo el Maestro, sino todos nosotros. Corremos un grave peligro’
Juan no contestó. Seguro que él también había pensado en huir.
No quise hablar más. Tenía la boca seca a causa del vino agrio y los panes ácimos. Estaba cansado después de toda una semana de preparativos para la Pascua, y sobre todo, después de la agitación de aquel día. Apoyé mi espalda contra el tronco del olivo, e hice cuanto me fue posible por mantener mis ojos abiertos, como Jesús nos había pedido, pero al cabo el sueño me venció, como ya había hecho con algunos de los que me acompañaban, cuyos ronquidos habían prolongado un poco más mi breve vigilia.
La voz del Maestro me despertó de un sueño profundo.
‘Simón Pedro, ¿Estás dormido?’, me dijo, ‘¿No has podido siquiera velar una hora? Veladtodos, porque ésta es la noche. Orad, que no entréis en tentación, pues el espíritu está bien dispuesto, mas la carne es débil’
Una hora. Había pasado una hora. El cielo se había oscurecido, y de la luz de la luna sólo quedaba una reminiscencia violeta que se filtraba débilmente entre las nubes. Se apartó otra vez Jesús, y habló de nuevo al Todopoderoso.
‘Padre, me siento débil, sin fuerzas para concluir la misión que me encomendaste. Padre, no me dejes morir ahora... ¡He hecho tan poco y me queda tanto por hacer...!
Y tras un breve silencio, añadió:
‘Mas que no se haga mi voluntad, Padre, sino la tuya. En tus manos pongo mi vida...’
Una ráfaga de viento secó el sudor de mi frente. Me pesaban tanto los ojos que apenas distinguía si estaba despierto o soñando. Más bien todo aquello me parecía una horrible pesadilla. Luché –Dios lo sabe- por mantenerme despierto, pero pronto mis párpados volvieron a cerrarse. Y entretanto, Cristo vivía su lenta agonía en la absoluta soledad del olivar. Todos dormíamos excepto Él, que ya había aceptado la voluntad del Padre en medio de aquella desolación. Se disponía a morir, y lo sabía. Había renunciado a todo, y ahora iba a entregar lo último que le quedaba, su propia vida, aunque resultara difícil comprender el sentido de su venida al mundo en aquellas circunstancias, después de haber visto como su propio pueblo se volvía contra Él y a sus discípulos durmiéndose en el lecho de la indiferencia.
Volvió con nosotros y nos habló de nuevo. No supimos qué responderle. No había excusa para quienes habíamos hecho de su última noche la más solitaria de su existencia. Solamente su Madre, María, le había acompañado con sus lágrimas en alguna lúgubre alcoba de Jerusalén...
‘Ea, ya podéis descansar. He aquí que el Hijo del Hombre va a ser entregado y puesto en manos de los pecadores. Levantaos, rápido, que aquí llega el que me va a entregar...’
La profecía se había cumplido. Hacia nosotros se acercaba una recua de soldados y gentes armadas con garrotes y antorchas, encabezados por Judas. Nos pusimos todos en pie de un salto. Algunos huyeron.
‘Salve, Rabí –dijo Judas Iscariote, apoyando sus manos sobre los hombros de Jesús y besándole las mejillas sin encontrar resistencia- La paz sea contigo, Maestro’
Jesús fue inmediatamente rodeado por los guardias del sumo sacerdote.
‘¿Con un beso entregas a tu Maestro?’ –dijo Jesús a Judas, y dirigiéndose al resto, siguió diciendo:
‘¿Era preciso traer un tropel de soldados armados hasta los dientes? ¿Acaso no tuvisteis ocasión de prenderme en el Templo, al que yo acudía todos los días?’
En un arranque de ira, desenvainé la espada de uno de los soldados y le herí una oreja, y a punto estaba de darle muerte cuando la voz del Maestro me detuvo.
‘No intentes cambiar nada, Simón Pedro –me dijo- ¿No crees que una sola palabra bastaría para poner doce legiones de ángeles a mi servicio? Deja que se haga así, que se cumplan las escrituras...’
El soldado me arrebató el arma, y me arrojó al suelo de un golpe en la cabeza. Creí ver mi vida terminada al sentir el frío acero de la espada tan cerca de mi garganta. Poco tardaría en desear que así hubiera sido, pero Jesús aún tuvo tiempo para salvarme la vida.
‘Si es a mí a quien buscáis, ya me tenéis. A ellos, dejadlos marchar’ –dijo Jesús.
Y el soldado, asombrado al ver su oreja recompuesta, me dejó vivir. El resto de los míos se había dispersado por el olivar. Hubo quien incluso perdió la sábana y huyó totalmente desnudo.
Se llevaron a Jesús, que en ningún momento opuso resistencia, y yo les seguí a distancia hasta el atrio de Caifás, camuflándome entre la plebe, para averiguar el desenlace de aquella trágica noche. Tal vez todo se quedara en un par de días en prisión, hasta que las cosas volvieran a su normalidad. Pero Cristo era mucho más que un revolucionario, y la acusación se presumía bastante más grave de lo que me aventuré a pensar. El tribunal buscaba argumentos para condenarle a morir en la cruz, y el pontífice no cesó en su intento hasta conseguirlo: estaba acusado de blasfemia y era reo de muerte. Ahora sí estaba todo perdido. Sólo faltaba el veredicto de Poncio Pilato, quien difícilmente se opondría al clamor de la muchedumbre. Yo no podía hacer nada por salvarle, y en esta ocasión sí que empecé a temer por mi propia vida. Tal vez, a la mañana siguiente el sanedrín daría la orden de arresto para los apóstoles por ser cómplices de Jesús. No podía quedarme allí por más tiempo. Tenía que huir cuanto antes. Abandoné mi puesto con la mirada clavada en Cristo, y esta vez vi en Él a Dios vivo, un Dios humillado, maltratado y escarnecido, pero mostrándose infinitamente grande en su pequeñez. En ese momento empecé a comprender...
Fue la última vez que lo vi antes de su crucifixión. Ni tan siquiera pude decirle adiós. Salí del atrio en medio de un bullicio ensordecedor -aunque era aún mayor el estrépito de mi propia conciencia- y me senté en la escalera de la entrada, reclinando la cabeza y tapándome la cara con ambas manos. Las imágenes que había presenciado a lo largo de toda la noche se mezclaban y repetían en mis pensamientos, mientras el voraz remordimiento que sentía me devoraba las entrañas. ¿Dónde estaban mis compañeros? Si yo me sentía desolado en aquel momento, ¿cómo no se habría sentido el Maestro en la soledad del Huerto? ¿Cómo se sentiría ahora que había caído en manos de sus enemigos mientras los suyos se dispersaban como ovejas? Tal vez las acusaciones del sanedrín no fueran tan dolorosas como la falta de lealtad de sus discípulos.
No obstante aún quedaba algo que cumplirse. Aún quedaba una oveja perdida a la puerta del templo esperando la señal del gallo para huir, igual que el resto.
Estando yo sentado, sumergido en tantos pensamientos que me atormentaban, se me acercó una sierva y me dijo:
‘¿No estabas tú también con Jesús, el de Galilea?’
La pregunta sonaba a acusación. Si confesaba la verdad me arriesgaba a correr la misma suerte que el Maestro. No tuve más remedio que mentir.
‘No sé de quién me habláis, señora’, contesté.
Mi primera negación.
El pánico se apoderó de mí, y traté de escapar de allí lo antes posible, pero al cruzarme con otro grupo de gente que se dirigía al templo oí la voz de otra mujer.
‘¡Mirad, ahí va el que acompañaba al Nazareno!’
Inmediatamente respondí.
‘Juro por mi vida que no conozco a ese de quien habláis’
Mi segunda negación.
‘Es cierto que estabais con Él –decían otros- Yo os he visto en la sinagoga’
‘Sois su discípulo más fiel –decían otros- Vuestro modo de vestir os delata’
‘¡Maldita sea! –grité- ¡Jamás he visto a ese hombre!’
Mi tercera negación.
Como Jesús había predicho, cantó el gallo. Fue como un puñal atravesando mi corazón de un extremo a otro. Aparté de mi camino a los que me cerraban el paso y corrí despavorido por las oscuras y serpenteantes calles de Jerusalén. Fui perseguido por algunos, y empecé a comprender que aquello no era más que el comienzo...
Cuando vi que nadie me seguía, me oculté en un rincón oscuro y lloré las lágrimas más amargas que jamás he llorado, suplicando a Dios que me perdonara por lo que había hecho en aquella noche tan extraña y tan trágica.
Un mar de dudas acompañaba a mi llanto, pero en mi corazón permanecía la misma certeza: Jamás abandonaría la senda que empecé a recorrer junto a Él.
El revuelo producido por el prendimiento de Jesús se hacía palpable en el bullicio reinante en las calles de la ciudad, que había despertado de su breve letargo.
El resto de la historia es de todos conocido.